dijous, 28 d’abril del 2016

El reto de educar (en los tiempos que corren)

Parece claro que hoy día resulta difícil educar a una hija o hijo. Móviles, redes sociales, crisis de valores y moralidad, dificultades de conciliación de vida laboral y familiar... Con este escenario, cuando se pone la mirada a los problemas que aparecen habitualmente al ámbito de la familia, uno que se encuentra con relativa frecuencia y que suele ser motivo de consulta por parte de los padres es el hecho de que los hijos tengan verdaderas dificultades para obedecer y seguir normas.

Está fuera de duda que muchos de padres ponen la mejor de las intenciones para criar personas cariñosas, educadas y honestas, a pesar de que a veces estas buenas intenciones acaban contribuyendo a que los hijos se conviertan primero en niños caprichosos, después en adolescentes déspotas y finalmente en el que hoy en día se conoce como "hijos tiranos". Veamos a continuación, de una forma introductoria, algunas de las cosas de tipo general que hay que tener en cuenta para no llegar a este punto.

La infancia es un momento privilegiado para empezar a establecer las pautas educativas que servirán al hijo para ir moldeando su personalidad y su forma de relacionarse. Aquí cobra importancia el hecho de poner límites claros desde el principio a sabiendas de acompañar, firme pero suavemente, cuando al nin le cuesta aceptarlos. Hay que evitar, pues, adoptar un estilo demasiado permisivo con los hijos, pero también un estilo demasiado basado en las normas y la coerción. Dicho de otro modo, es sumamente importante saber decir que no, pero lo cómo se dice también lo es: cuando el hijo muestra su disconformidad hacia algo que se le niega en forma de "rabieta", lo que resulta más desaconsejable es ceder a ella o responder con un grado similar de agresividad. Si somos agresivos con ellos, no podemos esperar una respuesta diferente. Ya nos lo enseñó A. Einstein: "dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los otros; es la única manera".

De esta forma, hay que esperar un niño que acepta que hay normas que está en la obligación de cumplir. También lo ayudamos a saber que no lo tiene fácil para anteponer sus necesidades a las de los padres de forma que todo gire al su alrededor: es saludable que puedan entender que hay personas con necesidades diferentes a las suyas, necesidades que también se tienen que satisfacer: éste, en mi opinión, constituye uno de los pilares de la educación en edades tempranas.

Otro de los pilares a considerar a la hora de educar es la autonomía, o que los hijos sepan hacer cosas con poca o sin ayuda. Si se piensa, cada día hay oportunidades para promoverla. De entrada, puede ser útil hacerse esta pregunta: ¿Cuántas cosas hacemos los padres por los hijos pero que ellos ya saben hacer? Según un aforismo que invita a la reflexión de Jorge Wagensberg, físico y divulgador científico, "enseñar no consiste sólo en dar comprensiones, sino a señalar caminos para tropezarse con ellas". En el sentido que apunta Wagensberg puede ser interesante, como padres y educadores, hacerse algunas preguntas: ¿Ponemos a prueba como de capaces son los hijos o directamente sustituimos sus capacidades porque pensamos que no pueden solos? ¿Qué concepto tenemos de ellos: como personas que pueden o que no pueden? ¿Y alguna vez nos hemos parado a pensar de qué manera influye en nuestra manera de hacer las cosas este mismo concepto que tenemos? Y es más: ¿De qué manera ellos y ellas lo reciben, este concepto? Todo ello tiene una influencia enorme en el crecimiento emocional de los niños: cuantas más oportunidades tienen de hacer cosas y hacerlas bien, más alentados se sentirán y más reforzados se sentirán por las personas de su entorno.

Según el niño crece y se da con cierta frecuencia el comportamiento desobediente, no es extraño ver como los padres usan la infructuosa estrategia de la "hablar en vez de actuar", ya descrita brevemente unas cuántas reseñas atrás. El hecho de amenazar que el castigo tendrá lugar pero no llegar a ejecutarlo tiene efectos claramente adversos: se pierde autoridad a ojos del hijo, que piensa, no sin razón: "aun así no lo hará...". Otra modalidad del hablar en lugar de actuar es la de razonar incansablemente con ellos sin tomar otras medidas, pretendiendo que esto tenga algún efecto sobre su comportamiento: hay momentos en los que resulta totalmente ineficaz, especialmente a la entrada de la etapa de la adolescencia.

De estos y otros aspectos se puede hablar ampliamente, así que en futuras reseñas se dedicará más espacio para reflexionar sobre ellos.

T.S.

Cuentos terapéuticos (I)

Había una vez un hombre, que era el cartero de la reserva, que escuchó a algunos de los Mayores hablar sobre objetos recibidos que otorgaban un gran poder. Él no sabía mucho sobre estas cosas, pero pensó que podría ser maravilloso recibir un objeto que sólo podía ser concedido por el Creador. En particular, escuchó de los Mayores que el objeto más excelso que una persona podía recibir era una pluma de águila. Decidió que tenía que tener una. Si podía recibir una pluma de águila, poseería todo el poder, la sabiduría y el prestigio que deseaba.

Pero también supo que no podía comprarla. Tenía que llegar por voluntad del Creador. Día tras día, salía a buscar una pluma de águila. Creía que para encontrarla, sólo tenía que mantener los ojos muy abiertos. Llegó un momento en que no pensaba en otra cosa. La pluma de águila ocupaba sus pensamientos desde el alba hasta el ocaso. Pasaron muchas semanas, meses, años. Todos los días el cartero hacía sus rondas, buscando incesantemente la pluma de águila. No prestaba atención ni a su familia ni a sus amigos. Mantenía la mente fija en la pluma de águila. Pero nunca la encontraba.

Empezó a envejecer, y la pluma no aparecía. Finalmente, se dio cuenta de que por mucho que buscara, no estaba más cerca de la pluma del que había sido el día que inició la búsqueda. Un día decidió cogerse un descanso junto al camino. Salió de su pequeño jeep y tuvo una conversación con el Creador. Dijo: "Estoy muy cansado de buscar la pluma de águila. He pasado toda mi vida pensando en ella. Casi no me he ocupado de mi familia y de mis amigos. Lo único que me ha preocupado ha sido la pluma y ahora la vida me ha pasado de largo. Me he perdido muchas cosas buenas. Bien, abandono la lucha. Dejaré de buscar la pluma y empezaré a vivir. Tal vez todavía tenga tiempo para recuperar mi vida y mis amigos. Perdóname por la manera en que he conducido mi vida".



Entonces, y sólo entonces, lo inundó una gran paz. De repente, se sintió mejor interiormente de lo que se había sentido todos aquellos años. Tan pronto como acabó de hablar con el Creador y empezó a andar en dirección al jeep, lo sorprendió una sombra que pasó por encima suya. Miró al cielo y vio un gran pájaro volando. Al instante, desapareció. Entonces vio algo que descendía flotante suavemente en el aire: una hermosa pluma. ¡Era su pluma de águila! Se dio cuenta de que la pluma había aparecido inmediatamente después de que abandonara la investigación y hacer las paces con el Creador.

Ahora el cartero es una persona distinta. La gente acude a él buscando sabiduría y él comparte con ellos todo el que sabe. Si bien ahora posee el poder y el prestigio que tanto anhelaba, ya no le interesan estas cosas. Se preocupa por los demás y no por sí mismo. Así llega la sabiduría.

Extraído íntegramente de: "Abrir caminos para el cambio" (M. Selekman, 1996)

¿Qué hace un psicólogo?

Si hoy en día hay una profesión sobre la que aún  existe cierta disparidad de opiniones respecto a lo que se espera de ella, es la del psicólogo. De entrada, se puede definir como el profesional que promueve el bienestar mental y emocional de las personas. Para ayudar a aclarar cuáles son sus funciones y qué se puede esperar de esta figura, haré una tentativa de repaso a las escuelas generales (a pesar de que no son las únicas) de psicoterapia y del rol que el psicólogo tiene en cada una de ellas.

La concepción clásica del psicólogo es la del diván: la consulta es un lugar donde, relajadamente, se va a contar todo aquello que representa una fuente de sufrimiento para la persona y donde el terapeuta se limita a escuchar. Este modelo de terapia existe y está todavía muy presente sobre todo en América Latina, pero menos en Europa. Se trata del Psicoanálisis, cuyo padre es el célebre Sigmund Freud. Este modelo presupone que la solución a los problemas de las personas los encontraremos indagando en su pasado, tratando pues de resolver experiencias pasadas conflictivas o traumáticas que no pudieron ser resueltas. Para llegar al punto originario del conflicto, el psicólogo empleará todo el tiempo que necesite para ir extrayendo conclusiones de las dinámicas mentales de la persona. Estas terapias suelen tener una duración más bien larga. Fue la escuela dominante en la primera mitad del siglo XX.

La otra escuela es la Conductista. Al contrario del Psicoanálisis y con un cariz más experimental, esta escuela obvia totalmente la parte "mental", centrándose en la parte conductual, aquello observable, que es donde dirige toda la intervención. Según los conductistas, la mayoría de los problemas humanos se explican por la relación entre estímulos y respuestas. Es cronológicamente paralela al Psicoanálisis, eclosionando en la segunda mitad del siglo XX. Su máximo exponente fue B.F. Skinner. Gracias a ella, empieza a cambiar la concepción clásica del psicólogo y se acorta notablemente la duración de las terapias, puesto que el psicólogo sólo interviene en las secuencias de estímulo - respuesta, con varios grados de complejidad.

Otra es la escuela Cognitiva, que se nutre de la Tª de la Computación. Según los cognitivistas, cualquier forma de sufrimiento humano se debe de a un procesamiento inadecuado de la información, es decir, al filtro mental que se usa para interpretar aquello que vive y que le pasa. Se puede decir que el surgimiento de este modelo es paralelo a la emergencia de los ordenadores personales (PC), que servirían como analogía. Este modelo sólo trabaja con los pensamientos, tratando de detectar cuáles son los que hacen sufrir a la persona y trabajando para cambiarlos. Dos de los máximos exponentes de la Terapia Cognitiva son Aaron Beck y Albert Ellis.

La otra escuela relevante es la proveniente de las Terapias Breves Sistémicas. Desde este enfoque, que parte de varias teorías (Tª de los Sistemas, Tª de la Comunicación y la Cibernética), las personas no somos más que parte de un sistema en el que estamos inmersos y desde el que nos interrelacionamos. Este sistema puede ser, por ejemplo, la familia, a pesar de que puede haber otros de significativos. Entonces, según los teóricos de este modelo, los problemas pueden ser resueltos con brevedad y en el presente si se pone la mirada un poco más allá de la persona como individuo aislado y se tienen en cuenta las personas que lo rodean y con las que tiene una relación significativa. Esta escuela nace en el Mental Research Institute (MRI) de Palo Alto, con figuras como Paul Watzlawick o John Weakland como exponentes destacados, entre otros.

Como se ha visto, cada modelo tiene su propia forma de entender los problemas y resolverlos, así como sus técnicas. La mayoría de psicólogos suelen encuadrarse en alguno de ellos para intervenir, a pesar de que no es infrecuente ver como se sirven de técnicas de modelos ajenos. Así, no es lo mismo recibir una terapia psicoanalista que breve.

Mi forma de entender los problemas humanos se encuadra dentro de las Terapias Breves Sistémicas. Me resulta difícil entender un comportamiento sin entender también el contexto (sistema) en el que se da: esto me ayuda a centrarme en cómo el problema, originado o no en el pasado, afecta en el presente, sirviéndome de varias estrategias para su resolución. En ocasiones, me ayudo de la terapia cognitiva para someter en debate creencias que resultan perjudiciales y que también lo alimentan. Creo también que las personas tienen el potencial suficiente para resolver los problemas con poca o moderada ayuda: pienso firmemente que la mayoría de ellas esconden un potencial que por varias razones no han tenido la oportunidad de desarrollar.

Esta posición de ligarme a un modelo de intervención muy definido, me permite alejarme de la figura del psicólogo como 'consejero'. Pienso que cuando los psicólogos dan 'consejos' sobre la vida basándose en ideas propias, se están alejando de los modelos teóricos que tienen que hacer de base para intervenir en los problemas de las personas. Si como terapeuta se hace uso de principios personales que cree que son buenos, normales o deseables por la gente, se adopta un rol de 'referente' que en mi opinión no resulta aconsejable: el psicólogo no tiene porque saber más ni menos de las cosas de la vida que cualquier persona que se acerca a la consulta para resolver un problema determinado.

T.S.

¿Preocuparse?

Uno de los motivos que suelen traer a las personas a consulta es el conjunto de síntomas de tipo ansioso que aparece como consecuencia del exceso de preocupaciones. Sin querer entrar en una definición demasiado técnica de qué es una preocupación, podemos decir que son pensamientos recurrentes sobre acontecimientos que, con más o menos inminencia, tienen cierta probabilidad de ocurrir. Según los teóricos de las precupaciones, éstas tienen una función determinada en nuestra vida mental: las personas creemos que preocupándonos, ya estamos haciendo "algo" para que aquello que nos preocupa no ocurra, o para que ocurra de la manera en que deseamos.

Es probable que, en la medida idónea, puedan tener un papel útil en nuestra vida. La palabra ya lo dice: pre-ocupación. Nos predisponen a la acción y a ocuparnos de aquellos asuntos que requieren nuestra atención. Pero, la pregunta es: ¿Son necesarias? ¿Podemos ocuparnos de nuestros asuntos sin necesidad de tener aquel hilo mental constando que nos hace estar inquietos e incómodos? La respuesta a esta pregunta la podemos encontrar, por ejemplo, en el quehacer de cualquier dirigente de una gran multinacional que se pasa el día entero atendiendo asuntos de diversa exigencia. Sería igualmente eficaz, si las preocupaciones sobre cada uno de estos asuntos que tiene a la agenda le invadiesen? Obviamente requerirá una gran planificación, lo que no es sinónimo de preocupación. Aquí hay que diferenciar entre preocuparse de algo, o de ocuparse. Se ha comprobado, mediante varias investigaciones, que las preocupaciones no son útiles para la acción. Es decir, no nos hacen más eficaces: somos igualmente competentes para abordar una tarea determinada sin necesidad preocuparnos.

Otro aspecto a considerar es el hecho de como las preocupaciones y las ideas futuras no nos dejan vivir el presente, que al fin y al cabo, si se piensa, es lo único que tenemos opción de vivir. Ya nos lo enseñó en John Lennon: "la vida es aquello que pasa mientras hacemos otros planes". Aquí puede ser interesante hacernos esta pregunta: ¿Queremos vivir la vida futura o la vida presente? No olvidemos que el futuro no es más que una construcción mental. Así, las preocupaciones tienen una característica muy definitoria y tan simple como esta: no nos permiten vivir en el momento actual. Cuando uno se preocupa, suele encontrarse enfocado a un tiempo diferente del presente, desconectándolo de la realidad inmediata y por lo tanto alejándolo - cabe insistir - de lo único que se tiene opción de vivir: el aquí y el ahora.

Tampoco es extraño observar como solemos ser víctimas de nuestro propio autoengaño: queremos pensar que, cuando lleguemos a aquel punto que tanto deseamos y por el que tanto nos preocupamos, las cosas serán mejores que ahora. Valgan como ejemplos: cuando haya acabado de pagar la hipoteca, cuando mis hijos ya sean un poco mayores, cuando me jubile, cuando me promocionen al trabajo... El drama de esto está en que, cuando estas cosas pasan, nuevas preocupaciones aparecen, y se vuelve iniciar el proceso, instaurando nuevos objetivos e ilusionándonos de que ahora sí, que cuando estos nuevos hitos ocurran, definitivamente las cosas serán mejores. Por desgracia, esto no pasa. Ya lo dice el proverbio japonés, no sin cierta ironía: "vale más viajar cargados de esperanza, que llegar a puerto".

T.S.

El 'positivismo' de las redes sociales

Últimamente me resulta bastante familiar toparme, tanto en redes sociales como en otros entornos, rótulos que adoptan varias formas en su superficie pero donde se comparte el mismo mensaje de fondo: el piensa en positivo.

Esta es una tendencia que ha proliferado - diría que de una forma masiva - en los últimos años, especialmente raíz de la emergencia y consolidación de las redes sociales como una de las principales formas de interacción entre las personas (valga decir que ya estaría bien si esto no comiera terreno a las interacciones sociales reales, pero desgraciadamente no es así). Respecto de las redes y de su uso también masivo, hay que citar Zygmunt Bauman, uno de los sociólogos más eminentes del siglo XX y del presente XXI. Según Bauman, las redes sociales son una trampa, ya que sólo sirven para cerrarse en la 'zona de confort', durmiendo las capacidades que tenemos las personas para relacionarnos. Aún así, la mayoría de nosotros nos hemos sumado a ellas, en algunos casos llegando a generar auténticas adicciones.

Pero el objeto del artículo es otro: la presencia repetida de mensajes del tipo "piensa en positivo" que estas redes contienen (a pesar de que no sólo ellas, también la sociedad mediática en general). Antes de entrar en materia, hay que apuntar que el trastorno mental más prevalente del siglo XXI es la depresión, llegando a la tasa del 10% de la población en los países desarrollados. Hay que suponer que estas cifras están extraídas de las informaciones oficiales, quiero decir: ¿En qué estadística están recogidas todas aquellas personas que experimentan en su vida de forma más o menos recurrente estados de tristeza, pero sin llegar a ser diagnosticadas con un episodio depresivo? Si también se tuviese en cuenta este dato, las cifras probablemente serían escandalosas. No es extraño, pues, ver como en la sociedad existe la necesidad de buscar caminos que conduzcan en estados emocionales positivos y al deseado bienestar. Fármacos aparte, son las las redes sociales las que aparentemente ofrecen, por la vía fácil, esta posibilidad, y son un buen termómetro para calibrar cómo de necesitada está la población de encontrar vías a la tan anhelada felicidad.

Llegados a este punto, hay que diferenciar entre una actitud optimista en la vida (cosa que resulta deseable) y la necesidad de estar siempre bien: si se piensa, esto último no es más que una creencia irracional. De aquí sale el punto importante de la cuestión: intentar pensar en positivo y/o tratar de animarse cuando se no está bien, ¿ayuda a estar mejor? Hay que reflexionar un poco sobre este matiz: intentar pensar en positivo cuando uno no está bien, pensando que así estará mejor, quizás no sea más más que una ilusión del pensamiento y que incluso resulte desaconsejable. ¿Conocéis alguien que haya dejado de preocuparse intentando 'pensar en positivo'? O, otro ejemplo que se acerca bastante a lo que quiero explicar: ¿Alguien se ha sentido mejor, estando triste, después de que un amigo - con la mejor intención - le haya dicho que se anime, que hay muchas cosas positivas que ahora no ve? ¿O tal vez esto lo ha ayudado a entristecerse algo más para no ser capaz de verlo? ¿Y alguien que por decirse a sí mismo que no vale la pena ponerse nervioso, haya dejado de estarlo? Aquí hay que decir que las emociones positivas suelen provenir, sobre todo, de las experiencias positivas, que son las que realmente tienen poder en nosotros y, muy especialmente, cuando hemos sido nosotros mismos los que las hemos provocado, es decir, cuando hemos tenido percepción de control sobre ellas: esto aumenta nuestra sensación de eficacia y, por lo tanto, de bienestar: un mensaje en clave positiva en el facebook, a pesar de que tenga la mejor de las intenciones, quizás no reúna estos ingredientes.





Pero hay otro factor a considerar en todo esto: el miedo a experimentar estados de ánimo negativos, la forma en que la sociedad mediática sistemáticamente los rechaza y, por extensión, nos hace rechazar también a nosotros: parece como si siempre tuviésemos que estar felices y dichosos.

Lo importante aquí es que no nos dejan convivir con las experiencias negativas y tristes de la vida que, si se piensa, son las que más enseñan y ayudan a crecer si son bien manejadas y no se intenta escapar de ellas de cualquier forma posible: esto último llevará, con cierta probabilidad, a problemas de entidad mayor.

T.S.

El arte de ver las cosas de otra manera

Es tarea habitual de los psicólogos el hecho de ayudar a cambiar el enfoque que las personas utilizan para funcionar en su vida y para resolver sus problemas. De hecho, suele ser este mismo enfoque el que constituye la base de los problemas que más tarde acabarán trayendo a consulta. En este sentido, cada persona tiene su propia y singular manera de enfocar y, por lo tanto, de construir la realidad.

Estas particulares formas de enfocar la realidad, si se piensa, no son otra cosa que la manera que cada uno de nosotros tiene para relacionarse. Estas relaciones pueden ir en tres direcciones: hacia nosotros mismos, hacia las personas de nuestro entorno y hacia la sociedad (o, en un sentido más amplio, el mundo). ¿Cuántos de nosotros nos hemos quejado de una cosa que no va bien a la sociedad? ¿Y cuántas veces observamos aspectos que no nos gustan de los otros? Y cuando se refiere a nosotros mismos, ¿qué hacemos cuando hay algún aspecto nuestro que no acabamos de aceptar? Lo que parece claro es que no hay formas de relación que por sí mismas sean patógenas. Lo que sí resultará problemático será su rigidez, es decir, la no posibilidad (o no capacitadad) de cambiarlas si no nos sirven o son contraproducentes. Dicho de otra forma, pienso o me comporto de una determinada manera y esto no me ayuda, pero no soy capaz de cambiar de idea o de guion de comportamiento, ya sea porque estoy convencido de aquello que pienso o no consigo hacerlo de una forma diferente.

Diríamos pues que, a veces, las personas empleamos formas rígidas y disfuncionales de construir la realidad de nosotros mismos, del mundo y de los otros, siendo tarea de los psicólogos ofrecer de flexibles y funcionales, a través de la consecución de un cambio de perspectiva de la situación o de un reenfoque, por ejemplo, gracias al hecho de considerar aspectos que antes no se habían considerado. Veamos un ejemplo magistral extraído, otra vez, de uno de los libros - en mi opinión - de referencia para el análisis de este fenómeno: Cambio, de Paul Watzlawick.

"Es sábado por la tarde y todos los chicos están de vacaciones, excepto Tom Sawyer, que ha sido condenado a enjabelgar treinta yardas de vallas de nueve pies de alto. La vida le parece vacía y la existencia una carga. No es solamente el trabajo aquello que encuentra intolerable, sino especialmente la idea de que todos los chicos que pasen se reirán de él por tener que trabajar. En este sombrío y desesperado momento, refiere Mark Twain, le ilumina una súbita inspiración. Nada menos que una grande y magnífica inspiración. 
A los pocos instantes acierta a pasar por allí un chico, aquel ante el cual Tom teme más hacer el ridículo.

-Hola chico, con que trabajando ¿eh?
-¡Cómo! ¿Tú por aquí, Ben? No me había dado cuenta.
-Me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero ya veo que tienes que trabajar, ¿no te gustaría? ¡Apuesto a que te gustaría!
Tom contempló un momento al otro chico y le dijo:
-¿A qué llamas trabajar?
-¿Cómo? ¿Se que eso no es trabajo?
Tom reanudó su tarea de enjabelgar y contestó negligentemente:
-Bueno, puede que lo sea y puede que no le sea. Todo lo que sé se que le gusta a Tom Sawyer.
-Vamos, ¿no querrás decir que te gusta esto?
La brocha continuaba moviéndose.
-¿Gustarme? Bueno, no sé por qué no habría de gustarme. ¿Es que un chico tiene ocasión de encalar una valla todos los días?
Esto lanzó nueva luz sobre el asunto. Ben dejó de mordisquear su manzana. Tom hacía oscilar la brocha elegantemente de un lado a otro, dio un paso atrás para observar el efecto, agregó uno toque aquí y allá, volvió a observar con ojo crítico el efecto obtenido. Ben observaba cada uno de sus movimientos y se mostraba cada vez más interesado, cada vez más absorto. De repente dijo:
-Oye, Tom, déjame blanquear un poco.

Hacia media tarde, la valla tiene tres capas de pintura y Tom está literalmente rebosante de riqueza: un chico tras otro ha repartido con él sus bienes por el privilegio de pintar parte de la valla."



Cómo se habrá observado, aquí no se ha producido ningún cambio en un plano de realidad, al menos inicialmente. Lo que sí ha cambiado ha sido el enfoque, pasando de ser algo aparentemente desagradable a una tarea deseable, incluso divertida. Así, tal como afirmó el filósofo Epicteto: "no son las cosas las que nos afectan, sino la opinión que tenemos de ellas".

T.S.

'Me cuesta decidir las cosas' (pienso demasiado)

Últimamente observo una creciente demanda de atención ante los bloqueos y el malestar derivados de un problema que yo definiría como muy actual y propio de la sociedad avanzada: la duda. En este sentido, resulta interesante observar como, contrariamente a lo que habría que esperar, los adelantos sociales y tecnológicos, en vez de facilitarnos la vida, a menudo nos la complican.

La duda persistente no es otra cosa que una continua - y normalmente inútil - búsqueda de respuestas a preguntas de difícil solución desde el punto de vista de la lógica. Las personas, basándonos en la ilusión de que llegaremos al razonamiento perfecto (difícilmente alcanzable), pensamos incansablemente: solemos entrar en una espiral hiper racional de preguntas y respuestas, camino que suele acabar con un sentimiento de angustia y de sensación de incapacidad de avanzar en la vida y, por lo tanto, de decidir. Dicho de otro modo, necesitamos estar totalmente seguros para decidir, y sólo lo estamos si lo que hemos razonado es perfecto, cosa muy difícil (por no decir imposible). Por ejemplo: ¿me compro el coche blanco o rojo? El lector observará que esta decisión será más fácil de tomar si se se basa en el qué le gusta, no en un argumento racional resultado de pensar mucho. La paradoja suele estar en que pensamos más para decidir mejor y, a veces, cuanto más pensamos, menos nos dejamos sentir, cuando es precisamente lo que sentimos lo que a veces empuja a decidir.

Cuando pasa esto de pensar demasiado, suele instalarse en  la persona una creencia de incapacidad, que se traduce en una auto-imagen poco favorecedora: "soy inseguro/a", "soy indeciso/a". Ya sabemos, por anteriores reseñas, que las profecías basadas en atributos tanto que nos adjudican los otros como nos adjudicamos nosotros mismos, tienen tendencia a hacerse realidad. Por ejemplo, si está muy arraigada dentro de mí la idea de que soy una persona insegura, tenderé a mostrarme como tal, lo que contribuirá a que los demás me vean así, lo que reforzará mi imagen de que lo soy, y así podríamos continuar recursivamente hasta el infinito.



A esto se le suma, y esta es una característica de la sociedad moderna, las numerosas posibilidades de elección que solemos tener a nuestro alcance. Aquí la duda aparece tanto a la hora de decidirnos antes como después de haberlo hecho: las dudas aparecen a la hora de escoger, pero, una vez hecha la elección, ¡también aparecen por si lo que hemos escogido es lo correcto! Creo que poca discusión hay sobre el hecho que hoy en día estamos bombardeados a información y que evidentemente esto influye en nuestra forma de construir y manejar la realidad. Así, tal como afirma Barry Schwartz, psicólogo que ha teorizado ampliamente sobre el tema, existe lo que él define como "dogma occidental", según el cual si el que se pretende es maximizar la felicidad de los ciudadanos, la manera de hacerlo es maximizando su libertad individual, dándole las máximas posibilidades de elección: nada más lejos de la realidad. Os recomiendo, si deseáis profundizar, su libro: The Paradox of Choice: Why more is less.

Otro factor que contribuye a alimentar esta pauta mental problemática es el tipo de educación que se ha recibido. Esto se relaciona con el modelo de familias protectoras: muchos han crecido teniendo a su alcance casi todo el que han necesitado, con unos padres dispuestos a ayudar en todo lo preciso. Esto, claro, tiene dos implicaciones: por un lado, se ha crecido dentro de una estructura familiar estable y por lo tanto ha existido la seguridad emocional necesaria para desarrollar una personalidad saludable; pero, por otra, no se ha sido del todo alentado a tomar decisiones desde pequeño, facultad casi indispensable a la vida adulta.

A pesar de lo mencionado, el error no es dudar: la duda es consustancial al ser humano y a veces es necesaria. El problema está al caer en la trampa que la mente nos pone: la dificultad viene cuando la duda se apodera de nosotros y se generaliza, haciéndonos incapaces de tomar decisiones.

La clave está en qué cuando nos sobreviene la duda y no somos capaces de resolverla, solemos poner en práctica un guion mental y comportamental determinado, que naturalmente puede ser trabajado terapéuticamente.

T.S.

¿Protejo demasiado a mis hijos/as?

Si dedicamos unos momentos a reflexionar sobre las familias actuales respecto a unos años atrás, no será difícil llegar a la conclusión de que hay diferencias muy visibles, especialmente en la relación de los padres y madres con sus hijos e hijas. Haciendo un repaso de su evolución, estas diferencias las encontramos sobre todo en el terreno de la afectividad: podemos decir que se ha pasado, en general, de un modelo de privación afectiva (familias donde el espacio para mostrar las emociones de los padres hacia los hijos era muy reducido) a un modelo de clara protección, donde lo que prima es que el niño o niña tenga cubiertas todas sus necesidades (con pocos o nulos esfuerzos) y donde la proximidad afectiva es más patente. Se ha de decir, no obstante, que esta marcada distancia de los padres hacia los hijos en las familias de hace unas décadas estaba basada, en muchas ocasiones, en una rígida disciplina.

¿Qué modelo es deseable? No hay una respuesta concluyente a este interrogante, ambos modelos de familia tienen, probablemente, sus respectivas ventajas y desventajas. Otro día haré una reseña de los distintos tipos de familias. Ahora vamos a centrarnos en las familias (demasiado) protectoras definiendo, muy brevemente, qué es un estilo parental.

Un estilo parental o marental determinado se puede entender como una pauta de crianza más o menos estable, como una forma constante de hacer las cosas hacia los hijos. No tenemos que olvidar que cada uno de nosotros viene con una carga genética heredada y que esto nos otorga unas características personales únicas. Pero, aún así, hay que tener también muy presente que las pautas de crianza con las que hemos crecido han tenido una influencia determinante a la hora de modelar estas características de personalidad heredadas. Dicho de otra forma, somos como somos por la información que traemos en los genes pero, sobre todo, por cómo hemos sido educados. Esta premisa será extensible a nuestros hijos, ahora con nosotros como educadores. Hay varios estilos de crianza a los que haré referencia más adelante en otras reseñas. Ahora veamos un poco en que consiste el estilo hiperprotector.

Empecemos haciendo algunas preguntas: ¿Por qué se da la sobre protección? ¿Qué suele observarse en los niños que son demasiado protegidos?

Es posible que esta excesiva protección sea la consecuencia de la mezcla de dos factores. El primero es la firme creencia de qué: "él/a no puede solo/a". Cómo cabe suponer, esta forma de pensar activa todos los mecanismos compensatorios y substitutorios de los padres, que no hacen otra cosa (con la mejor intención) que contribuir a que los recursos personales que el niño tiene para resolver pequeños retos sigan latentes, desactivados. Es como si cada niño vendiera en el mundo con su propia caja de herramientas, pero que nunca usa, porque son sus padres los que siempre usan las suyas para ayudarlo. Al final, acabará para depender de las herramientas del padre o de la madre, faltándole la confianza necesaria para emplear las suyas.

El segundo factor son los miedos. Hay que tener muy presente que una cosa son los miedos de los padres y otra muy diferente son los miedos de los niños. De hecho, ¿quién no ha visto a un niño coger miedo a algo ante las reiteradas advertencias de peligro de alguno de los padres? Los miedos tienen una sorprendente capacidad de ser traspasados, ¡más si venden de los padres! Si se tiene miedo, lo que se suele hacer es evitar lo que lo provoca y, por lo tanto, no activar los recursos que tiene poder ser enfrentado. Esto nos vuelve llevar a depender otros para enfrentarse, en este caso de los padres: con toda probabilidad, se está generando una relación dependiente en exceso.

Las consecuencias observadas en los niños, adolescentes y muchos adultos son, por ejemplo: recursos personales no desarrollados, falta de autonomía, miedos, indecisión y constante búsqueda seguridad en la toma de decisiones, mínima exposición a situaciones de leve riesgo para la integridad personal, etc. Si traemos las consecuencias más lejos, no se extraño encontrar fobias o determinados problemas de ansiedad que pueden derivar en problemas de mayor entidad.

Cada niño plantea retos diferentes, pero para evitar llegar a crear esta dependencia excesiva de los niños hacia los padres, pueden ser útiles algunas indicaciones genéricas: es importante impulsarlos a hacer que tomen pequeñas decisiones en el día a día, ayudarlos a esforzarse cuando sea necesario y, sobre todo, hacerles saber que hay unos padres que lo ayudarán, pero que no le resolverán todos los problemas. De este modo se propiciará que puedan confiar consigo mismos, en sus herramientas y en cómo emplearlas, haciéndolos más capaces de superar los obstáculos que la vida les irá planteando.

T.S.

Diagnósticos en psicología: ¿sí o no?


Resulta evidente el hecho que, hoy en día, está instaurado en el mundo de la psicología el debate de si los diagnósticos sobre problemas mentales y comportamentals ayudan a favorecer una buena intervención terapéutica, tanto en niños como en adultos. La pregunta que se suele hacer - y que no resulta fácil de responder - es: ¿Ayudan los diagnósticos en psicoterapia y en la vida en general? ¿Qué responder a aquellas personas cuya demanda principal es la investigación de un diagnóstico pensando que esto empezará a solucionar sus problemas? ¿Salen reforzadas, si reciben un diagnóstico?

Todos estaremos más o menos de acuerdo en que, si sufrimos una afección física, por ejemplo de tipo dermatológico, pues querremos saber de que se trata por paliarlo y facilitar el abordaje médico. Pero, ¿pasa lo mismo en psicología? Probemos de intentar resolver este interrogante con algunos argumentos.

Históricamente, en el campo de la salud mental, ha predominado un modelo epistemológico (de construcción del conocimiento) basado en la idea de que es necesario diagnosticar. Así, encontramos los manuales de psiquiatría que clasifican los diversos trastornos mentales y comportamentales (para los curiosos, buscar: DSM). No obstante, parece claro que estos manuales se pliegan decididamente al servicio de los intereses económicos de la industria farmacéutica, en base a la conocida ecuación de diagnóstico = fármacos. Hay que hacerse, sin embargo, algunas preguntas: ¿Son siempre necesarios los fármacos? ¿Qué pasa si los retiramos un tiempo después de usarlos? Algunos destacados neurólogos, como Antonio Damasio, sostienen que cuando se trata un problema farmacológicamente, es cómo si "se pusiera yeso" al cerebro: es decir, se inhiben las respuestas fisiológicas, pero la percepción del problema sigue intacta. Por lo tanto... ¿resuelven los fármacos los problemas? ¿Hay alternativa clara a ellos? ¿Por qué con los años aumenta el número de trastornos psicológicos y psiquiátricos? ¿Qué hay detrás esto? Son preguntas para la reflexión.






Invita a darle algunas vueltas más al asunto el siguiente texto de F. Allen a Psychoterapy Networker:

"Con niños, es absolutamente crucial reconocer que existen diferencias individuales, diferencias evolutivas, fuentes de estrés familiar, de estrés escolar, problemas ambientales y todos ellos pueden producir conductas que se confundan cono uno trastorno psiquiátrico. Esto es así especialmente hoy día, que se han reducido las horas de educación física en los colegios y ha aumentado el número de niños por aula. En vez de imponer un diagnóstico médico a este tipo de niños y tratarles con fármacos estimulantes que no necesitan, deberíamos gastar el dinero en reducir el tamaño de las clases y tener más educación física."

Parece claro que si pretendemos que las personas cambien, las tenemos que ver como poseedoras de recursos y tenemos que considerar todo aquello que las rodea para entender sus problemas.

Pero uno de los aspectos más importantes es el del estigma del diagnóstico. Estigma es la condición, atributo, rasgo o comportamiento que hace que su portador sea incluido dentro de una categoría social que genera una respuesta negativa, viendo a quien lo trae como inaceptable o inferior.

El estigma tiene dos implicaciones importantes, relacionadas entre ellas:

- Cómo me comporto yo: ¿Cambiará mi comportamiento si me veo de una determinada manera debido al diagnóstico que me han asignado? ¿Representará una ayuda o me limitará?

- Cómo me ven los otros: si traigo un diagnóstico encima, ¿cómo me tratará la gente de mi alrededor? Y este trato, ¿tendrá una influencia en mi forma de verme?

Llegados a este punto, la pregunta es obligada: ¿diagnósticos sí o no?

T.S.

Cuando la lógica no es la solución (II)

Continuando con lo comentado en la primera parte de esta reseña, es interesante seguir considerando la idea de que, a veces, son las soluciones menos lógicas las que conducen a cambiar problemas en apariencia irresolubles y/o que motivan, a menudo, la intervención de profesionales especializados. A título de ejemplo, presento un fascinante pasaje del libro Cambio, escrito por el insigne Paul Watzlawick al 1974.

"Cuando en 1334 Margarita Maulstasch, duquesa del Tirol, cercó el castillo de Hochosterwitz en la provincia de Carintia, sabía muy bien que la fortaleza, situada en una roca increíblemente escarpada que se elevaba sobre todo el valle, era inexpugnable a uno ataque directo y que se rendiría tan sólo a un prolongado sitio. Llegó un momento en el que la situación de los defensoras se hizo crítica: no les quedaban más víveres que un buey y un par de sacos de cebada. La situación de Margarita se estaba convirtiendo en igualmente apremiante, si bien por razones distintas: sus tropas comenzaban a indisciplinarse, el sitio no parecía vislumbrar un fin y tenía también urgentes asuntos militares en otros puntos. En tal situación, el comandante del castillo decidió una acción a la desesperada, que debió aparecer como una locura a ojos de sus hombres: hizo sacrificar al último buey que las quedaba, rellenó su cavidad abdominal cono la cebada restante y ordenó arrojar el cuerpo del animal, monte abajo, hasta un prado situado frente al campamento enemigo. Tras recibir este despectivo mensaje, la duquesa, presa del desánimo, abandonó el sitio de la fortaleza y partió con sus tropas".




Éste representa un magnífico ejemplo de cómo, usando una solución basada en una lógica no ordinaria (a pocos de nosotros se nos hubiera ocurrido actuar así), se obtiene un resultado sorprendentemente positivo. Y es que si las cosas no funcionan, aplicando siempre las mismas soluciones, no cabe esperar resultados diferentes. Hacer "más de lo mismo", sólo trae a la persistencia de la situación. Parafraseando a Einstein: "locura es hacer el mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes".

T.S.

'Debo valorarme más a mí mismo/a'

¿Quién no ha escuchado esta afirmación alguna vez? No es extraño conocer alguien a quien lo hemos oído comentar, fruto de dificultades profesionales o en el terreno de las relaciones, ya sea con personas del otro sexo, con amistades o con personas del entorno. Probablemente, esta creencia de que se "tiene que valorar más a si mismo/a" se deriva de sentimientos de baja confianza, estado anímico también bajo - lo que se entiende coloquialmente como "baja autoestima" - y suele provocar opiniones de los otros donde se alienta a la persona a hacer cosas para mejorarse a sí misma y, en consecuencia, valorarse, propuesta que no hace más que confirmar que "algo falla".

Esta idea, tan sencilla en apariencia pero compleja en el fondo, quizás conduzca a caminos no necesariamente positivos. Es posible que la idea de "conócete a ti mismo y sólo así te querrás" traiga a una persistente e infructuosa búsqueda, mediante esfuerzos mentales, de características personales. Dicho de otra forma: es sumamente difícil encontrar respuestas dentro de nosotros sólo razonando sobre nosotros mismos. En este sentido, no es infrecuente encontrar en las consultas la siguiente demanda: "me tengo que valorar un poco más a mí mismo/a", porque esto es el que le dicen, con la mejor de las intenciones, en su entorno familiar o de amigos. Como cabe suponer, esto constituye una trampa, porque nadie consigue quererse a sí mismo con el simple hecho de pensar y pensar, más bien tenderá a ver las cosas de cada vez menos claras.

Somos seres sociales, así viene programado en nuestros genes. Necesitamos aprobación y reconocimiento de los otros, ya sea para ser buena persona, para ser competente profesionalmente o para lo que sea. Nos comportamos como creen que nos ven y no como nosotros, fruto de una supuesta investigación interna sobre nuestras características personales, pensamos que somos. Si se reflexiona sobre esto, se llegará a la conclusión de que nuestro comportamiento varía en función de la persona o grupo de personas con el que nos relacionamos: no hacemos sino comportarnos como creemos que los otros creen que somos, y esto nos está señalando el peso que los otros tienen en nuestras vidas y que nuestra "autoestima" no sólo depende de nosotros mismos.

Esto nos lleva a la falacia del "me tengo que valorar un poco más". En mi opinión, un enunciado de lo más cuestionable. Invito al/la lector/a, ahora mismo, a cerrar los ojos y reflexionar sobre si mismo/a. ¿Qué respuestas claras encuentra?

Seguramente, las respuestas las encontrará experimentando, no sólo usando la razón. Salir del mundo de la razón y entrar en el de las experiencias: dejar de pensar en cómo somos y probarnos en los diferentes retos que la vida nos pone delante. Las respuestas saldrán solas.

T.S.

Cuando la lógica no es la solución (I)

Una de las escuelas de Psicología más influyentes del siglo XX ha sido probablemente la de Palo Alto, a través del Mental Research Institute (MRI). Una de las ideas centrales de esta escuela que ha tenido (y tiene) un largo recorrido en la práctica clínica de muchos profesionales, es que las soluciones aplicadas a un problema, no por estar basadas en un razonamiento perfecto desde el punto de vista lógico, conducen necesariamente a resultados positivos. Es más: de hecho, al aplicar unas soluciones determinadas que resultan ineficaces, una frecuente tendencia humana suele ser aplicar esta misma solución, pero de forma más intensa, basándose precisamente en la bondad de este razonamiento lógico.

Veamos un ejemplo ilustrativo:

Hace algunos años, en los Estados Unidos, un hombre tenía un miedo muy grande a volar, casi una obsesión, simplemente porque temía encontrar una bomba en su avión (era la época de los atentados aéreos) y, al mismo tiempo, sentía un amor infinito por las capitales del arte europeo, que no podía visitar.

Después de muchas reflexiones, el hombre, que era un apasionado de los cálculos probabilísticos, quiso saber cuántas eran verdaderamente las probabilidades de encontrar una bomba dentro de su propio avión.

Empezó a llamar a agentes de viajes esperando encontrarlos informados y pidió:

- Disculpe, ¿me podría decir cuántas probabilidades tengo de encontrar una bomba en el vuelo de Nueva York en París?

Como es debido suponer, la mayoría de agentes de viajes le contestó:

- ¡No tengo tiempo de pensar en estas estupideces!

Hasta que, casualmente, por cuestiones del azar, encontró a un agente de viajes tan apasionado como él de las probabilidades, que le respondió enseguida:

- Una probabilidad entre cien mil.

Él pensó un poco y después pidió:

- Pero permítame, ¿cuántas probabilidades tengo de encontrar dos bombas en el mismo avión?

A lo que el agente contestó:

- Para eso se tendría que hacer un cálculo exponencial, llámeme de aquí a media hora y lo habré resuelto.

El hombre llamó después de media hora exacta, y el agente afirmó:

- Bien, he hecho el cálculo exponencial: hay una probabilidad entre 100.000.000 de que usted encuentre dos bombas en el mism
o avión.

El hombre contestó:

Bien, pues resérveme un billete de vuelo de la próxima semana de Nueva York a París.

El hombre fue arrestado a la puerta de embarque de la TWA: llevaba una bomba dentro de su maletín, y defendía que actuaba de aquella manera por el bien de todo el mundo porque reducía así, en gran medida, las probabilidades de encontrar otra bomba en el avión.


Este relato, a pesar de que extremo, constituye un ejemplo claro de intento de solución partiendo de un razonamiento impecable desde el punto de vista de la lógica, a pesar de que los resultados, como se puede ver, resultan desastrosos. Esta premisa es extensible a la vida cotidiana de las personas: ¿cuántos problemas empeoran por querer aplicar una y otra vez la misma solución?

En este sentido, y ante un problema que no se consigue resolver, puede ser útil preguntarse: ¿Estoy aplicando, a pesar de que sea muy lógica, la solución más adecuada?

T.S.

¿Qué esperamos de los demás?

Un motivo de consulta frecuente son las situaciones personales que cursan con estados de ánimo bajo que llevan, a menudo, a la evitación de actividades que tengan que ver con el contacto con otras personas. No es extraño observar como este retraimiento tiene que ver con el hecho de estar molestos o decepcionados con personas cercanas o con las que hay una relación significativa.

Algunos de los interrogantes que se plantean cuando esto ocurre es: ¿Qué trae a una persona a decepcionarse fácilmente de los otros? ¿Donde está el problema?

Exceptuando algunos casos, la mayoría de nosotros nos relacionamos con otras porque somos seres sociales: está en nuestro código genético. Esto tiene una implicación muy clara: estamos expuestos, inexorablemente, al conflicto. Conflicto no es un concepto necesariamente negativo, más bien es la prueba de que hay opiniones o creencias diferentes y, al hacerse públicos, no coinciden. Sobre el conflicto podría hablar más, pero el objeto de esta reseña es otra, su gestión: un conflicto mal gestionado puede traer, a veces, a consecuencias personales catastróficas. Vamos a ver, brevemente, por qué esto ocurre, cómo prevenirlo y, si se puede, cómo solucionarlo.

En primer lugar, hay que naturalizar los conflictos y las diferencias. Ni con la persona más íntimamente cercana se comparten todas las opiniones o creencias. Somos química, biológica y psicológicamente únicos. Por lo tanto: ¿Qué sentido tiene esperar que todo el mundo piense como nosotros? Partiendo de esta base, seremos más capaces de aceptar opiniones no coincidentes con la nuestra.

En segundo lugar, ocurre que, una vez instaurado el conflicto entre dos o más personas, aparece el factor de "guerra fría" o el hecho de esperar que sea el otro quién dé el primer paso para solucionar las diferencias. Paradójicamente, suele pasar que ambas partes desean que se resuelva el problema, pero ninguna hace nada. La pregunta que se se tiene que hacer en situaciones así, sería: el hecho de no hacer nada, ¿mejora o empeora la situación?

Sumado a esto, se tiende a pensar que, ya que el otro "no dice nada", lo hace porque no tiene interés en solucionar el conflicto. Esta interpretación, naturalmente, suele carecer de fundamento y no hace más que alimentar el problema.

En último lugar se da, de forma habitual, una de las llamadas distorsiones cognitivas (otro día hablaré de ellas) que también contribuye a empeorar la situación personal: la generalización. Si se da la circunstancia de se han tenigo varios conflictos mal gestionados, hay la posibilidad de que se instaure la creencia de "la gente es mala" o similares: se extrae una conclusión general a partir de una situación particular. A pesar de que no resulta difícil desconfirmar esta falsa creencia, si no se trabaja en ella, las consecuencias son nefastas: retraimiento, evitación y, a la larga, puede que depresión.

¿Aceptamos, pues, los diferentes puntos de vista y los aprovechamos para enriquecernos?

T.S.

¿Por qué mis hijos son tan diferentes?

Cuando ponemos la mirada en las familias y la organización de las relaciones entre sus miembros, encontramos algunas características que, con mucha frecuencia, se repiten. De hecho, en aquellas en las que hay dos o más hermanos resulta fácil ver como cada uno de ellos suele recibir descripciones totalmente opuestas por parte de sus progenitores o por por parte de personas cercanas a la familia nuclear.

¿Quién no ha oído hablar a una madre o un padre de las diferencias entre sus dos hijos? Mientras que uno es atento, el otro es despistado, uno es sensible y el otro pues más despreocupado, y así podríamos continuar casi indefinidamente.

Este fenómeno recibe el nombre de rol y contra-rol. De alguna forma, las personas, para organizar nuestro conocimiento del mundo y de las otras personas que nos rodean, necesitamos categorizar para adaptarnos mejor y poder seleccionar conductas adecuadas en cada momento. Por ejemplo: si categorizamos a una amiga nuestra como “inteligente”, le dirigiremos unas conductas y comunicaciones determinadas, y si por ejemplo a un amigo nuestro lo tenemos categorizado como “decidido”, pues el mismo sucederá: nuestras conductas hacia él tenderán a acomodarse a esta etiqueta que le hemos asignado. Como es de suponer, las personas que reciben estas comunicaciones y conductas nuestras en base a estas etiquetas, tenderán a percibirse a sí mismas en consonancia con ellas. Dicho de otro modo: si la gente me trata como una persona "decidida", yo mismo tenderé a verme así.

Pues lo mismo sucede con nuestros hijos e hijas. De alguna manera, los padres y madres necesitan categorizarlos y entenderlos, a menudo buscando diferencias entre ellos. Como consecuencia, lo que con mucha probabilidad sucederá es que el trato hacia uno u otro hijo será coherente con la etiqueta (o etiquetas) que se le habrá asignado. Y el niño, como se supone, tenderá a verse a si mismo de forma cada vez más cercana a la etiqueta adjudicada por los padres. Y ahora viene la pregunta: ¿esto es bueno o malo? Será objeto de atención de un profesional cuando se haya convertido lo algo rígido y excesivamente polarizado: “mira que mi hijo grande es estudioso, en cambio el pequeño es un desastre”.

Hay que pedirse, en este sentido, qué papel tienen las personas del entorno más cercano del niño o niña (padres, abuelos, maestros, etc.) al instaurar, consolidar y, a veces, exacerbar atributos, a menudo por esta marcada necesidad que las personas tenemos de categorizar y clasificar la realidad, y como pueden llegar a polarizarse hasta convertirse en disfuncionales.

T.S.

Hablar en vez de actuar

Una de las pautas de crianza más ampliamente extendidas y a la vez de dudosa eficacia es la de hablar (o, al menos, sólo hacerlo). Los padres tenemos una capacidad sorprendente para pronunciar amenazas que en realidad sabemos que no cumpliremos: "o dejas a tu hermano tranquilo o verás", "si no entras ahora mismo, te quedarás sin Play toda la tarde", "si no te acabas la verdura, no hay helado". La amenaza tiene la ventaja de que nos permite pensar que estamos haciendo algo para corregir a nuestros hijos, sin necesidad de llevarlo a cabo realmente.

Ahora bien, la educación de un niño que desobedece exige algo más que las habituales amenazas incumplidas. Las que principalmente tendremos que evitar, son las que siguen los criterios DIA:

- Amenazar con castigos Desproporcionados: "si vuelves a quitar el juguete a tu hermano, traeré todas las tuyas al mercado a venderlas".

- Ilimitados en el tiempo: "si turno a escuchar un insulto, fuera Play por toda la vida".

- Agresivos: "si no dejas tranquilo al perro, te las verás conmigo".

En otras palabras, cuando menos creíbles sean las amenazas, peor será su resultado.

Así pues: ¿amenazamos o actuamos?

(Fragmentos extraídos de: "Cómo criar hijos tiranos". Beyebach y Herrero de la Vega, 2013)

El miedo de alejarse de las personas queridas

Encontramos, a menudo, una forma de miedo que se basa en las relaciones afectivas, esto es: miedo intenso a ser abandonados por la pareja o terror a perder a las personas queridas como consecuencia de accidentes o enfermedades. La idea insoportable de ser privados de las fuentes principales de afecto tiene atadas, a quien tiene este miedo, a las personas queridas, a menudo de una manera angustiosa. Al tratarse de la relación padres - hijos, esto se manifiesta en exceso de atenciones protectoras que le hacen ver el mundo y la gente de fuera de la familia como realmente peligrosos.

Como ejemplo podemos citar la moda tan frecuente de dar al niño que va al colegio un teléfono móvil para que pueda llamar, en caso de necesidad, a los padres ante cualquier dificultad. Esto, como se puede intuir, lleva al hijo a pedir ayuda para problemas que, en cambio, tendría que afrontar de forma autónoma para adquirir confianza en sus propios recursos.

El resultado será que el niño desarrollará una dependencia patógena de los padres y una incapacidad para enfrentar obstáculos de la vida que son útiles para hacerlo crecer psicológicamente sano.

Esta reseña invita a la reflexión del papel que las relaciones tienen tanto en los problemas infantiles como en los adultos, cuestionando la idea de que los problemas están "dentro de" la persona.

(Fragmentos extraídos de: "No hay noche que no vea el día". Giorgio Nardone, 2004)

dimecres, 27 d’abril del 2016

El efecto de la profecía que se autocumple

Hacia los años sesenta, en un experimento clásico muy conocido, Robert Rosenthal y Lenore Jacobson decidieron investigar la influencia que determinadas comunicaciones de los profesores tenían sobre los alumnos, según los suyas propias expectativas de rendimiento. De forma que dispusieron el siguiente: seleccionaran al azar alumnos de una escuela, después de aplicarles tests de inteligencia, indicaran a los profesores que algunos de ellos, debido de a los suyas altas capacidades, tendrían grandes mejoras en el rendimiento aquel curso.

Cabe decir que eran alumnos seleccionados al azar y que los resultados de los pruebas no necesariamente es correspondían con el que es comunicó a los docentes.El análisis de los resultados académicos al cabo de ocho meses, demostró que el rendimiento de aquellos alumnos mejoró considerablemente: con independencia de su capacidad, los propias expectativas positivas del profesor sobre estos alumnos provocaran conductas favorables y, por lo tanto, mejoras en el rendimiento académico. 

También conocido como "efecto Pigmalión", es un estudio que invita a la reflexión de la influencia que los diagnósticos psicológicos (cómo por ejempllo TDAH, tanto al alza) pueden tener no sólo al niño o el adulto, sino también a las personas que los rodean y qué tipo de relación esto puede acabar creando. Las conclusiones de este estudio traen importantes implicaciones terapéuticas de fuerte base constructivista y relacional, y otra vez es confirma el aforismo de: "la verdad es aquello que creemos".

T.S.