divendres, 22 de juliol del 2016

La felicidad digital

Pocos discutirán que a estas alturas, los redes sociales son todo un fenómeno que ha cambiado la forma en que las personas tenemos para relacionarnos, gracias a la creación de nuevos espacios virtuales donde está la posibilidad de interactuar de una manera donde prima el poco esfuerzo. Quizás sea interesante, desde punto de vista psicológico, analizar brevemente cuáles son los principales efectos derivados de su uso.

Parece claro que los espacios virtuales están, progresivamente, sustituyendo los espacios reales. La consecuencia inmediata de esto es una mengua en el desarrollo de los recursos personales necesarios para procurar una buena adaptación al medio en que vivimos. Dicho de otra forma: viviendo en el mundo digital, estamos menos preparados para el real: los aprendizajes útiles para la vida cotidiana difícilmente pueden ser logrados desde entornos donde sólo hay la posibilidad de relacionarse "online". Así, encontramos muchos jóvenes perfectamente entrenados y preparados para relacionarse de la forma más inverosímil y extravagante posible vía internet, pero resultan ser incapaces de dirigir dos palabras a un desconocido en un lugar público. Se puede concluir, pues, que el hecho de pasarse mucho tiempo en redes sociales y entornos online como principal forma de relacionarse, resta capacidades para crecer como individuo en la vida real: no es extraño encontrarse en las consultas a adolescentes con esta problemática.

Pero no es éste el único efecto de las redes. En mi opinión, la mayoría del contenido que se deposita no es del todo representativo de la vida de las persones. En este sentido, puede ser sea útil recurrir a un concepto en psicología denominado deseabilidad social. Este concepto viene a decirnos que las personas actuamos según aquello que queremos que los otros vean. Parece claro que de deseabilidad social las redes sociales están repletas, actuando a modo de escaparate: véase, por ejemplo, instagram o facebook, las dos redes sociales por excelencia que se han erigido en termómetros para medir cuán popular es alguien. ¿Qué parte de nuestras vidas decidimos mostrar? Además de la deseabilidad, ¿que más hace que sólo mostremos aquello que queremos que los demás vean? 

Si se revisa alguna red social en un día cualquiera, no será extraño encontrarla llena de estampas felices y dichosas. A mí me gusta nombrar a esto como la felicidad digital. ¿Cuántas de estas estampas son realmente sinónimo de una felicidad real y cuántas sólo responden a la necesidad de aprobación y reconocimiento de los otros? ¿Por qué las personas compartimos informaciones que podrían ser compartidas de modo privado? ¿Por qué nos gusta someter nuestras publicaciones a escrutinio público?



Puede que parte de la respuesta a este interrogante esté en que algunas personas, sutilmente, se mienten a sí mismas, con propósitos benéficos. Es decir: necesitan crear realidades artificiales para hacer su vida más agradable o deseable a ojos de los otros, cosa que resulta tranquilizadora: "si los otros lo dicen, debe ser verdad". No olvidemos que tendemos a ser y actuar según cómo creemos que nos ven y no como nos vemos. Nos gusta sentirnos deseados por los demás. Aquí se observa con cierta frecuencia la necesidad de que los otros aprueben una realidad inventada (véase una foto que pretende mostrar un momento muy divertido) para convertirlo real. Por ejemplo: imaginémonos que estoy en una fiesta más bien aburrida. Hago una foto divertida y la subo a las redes sociales. Pues bien, resulta que la foto tiene una gran acogida, con mucha atención de mis contactos. Con el tiempo, es muy posible que tienda a pensar que aquel fue un gran día y que me lo pasé genial: son los demás quienes dan significado a nuestras experiencias. A esto, Paul Watzlawick lo denominó realidad de segundo orden, es decir, cómo construimos realidades a partir de opiniones. Parece claro, pues, que las redes sociales representan el mejor vehículo para convertir una pequeña mentira en toda una realidad, eso sí, basada en un sutil autoengaño.

Dejo, pues, una pregunta para la reflexión: ¿cuánta felicidad real hay en las redes sociales?

T.S.

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